lunes, noviembre 12, 2007

estrella emergente


Walter,

el viernes pasado estaba reventado cuando llamó Golda -que es una amiga de La Reina a quien conozco desde hace años y con quien me entiendo especialmente bien- para invitarme a una de las fiestas que se celebran el primer viernes de cada mes en el Guggenheim. Lo dudé porque la fiesta de Halloween del fin de semana anterior había sido muy cool y todo lo que quieras, disfraces estupendos – el mío era un crossover entre una de las putas de Sweet Charity y el matón de La Naranja Mecánica, y el elemento principal consistía en unos tacones que me prestó Walter Mamola y que no tenía nada que envidiar a los de las Nancys Rubias- y un local impresionante, pero la música fue pésima y a mí me resultó todo bastante coñazo.

Pero lo del Guggenheim fue diferente y empezó cuando enseñamos la tarjeta de socia de Golda y nos hicieron pasar un sala pequeña repleta de retratos de los Expresionistas Abstractos, Andy Warhol, Sol Lewitt, Alexander Calder, y demás artistas de esos años en los que el Arte gringo llegó a la cumbre. Ahí estuvimos un buen rato bebiendo cocteles rosados que nos servían en copas de Martini mientras discutíamos sobre la democratización del arte, de la moda, y de todo aquello que antes no estaban al alcance de la gente y que ahora, en la era digital, lo está. Entrados en calor nos fuimos a recorrer el museo al son de una música buenísima caminando por una rampa elicoidal que ascendía tanto como los cocteles que habíamos ingerido. En la trayectoria de aquella espiral etílica me encontré con antiguos compañeros del colegio a quienes veo con cierta frecuencia desde que estoy acá, con mi prima Valentina y con Inés la de las Pizzas: una antigua compañera de la Escuela de Arquitectura de Madrid que estaba acompañada por un tío grande y simpático con quien terminé desayunado a la mañana siguiente y a quien he vuelto a ver, intermitentemente, en el transcurso de esta semana pasada.

El sábado por la tarde sonó el teléfono y pasé de estar preocupado por estar quedándome sin plata, a estar preocupado de estar quedándome sin tiempo, porque a las nueve de la mañana siguiente estaba sentado frente a una pantalla plana en el piso veintidós de una torre en la treinta y cuatro con octava, trabajando para unos arquitectos que necesitaban que alguien les echara una mano para llegar a una entrega que se les había salido de las manos. Fueron tres días intensos en los que me di cuenta de que dibujar con Autocad es como montar en bicicleta: no se olvida; que las noches sin dormir son parte irremediable del oficio del Arquitecto, aquí y en Pekín; y de que en caso de emergencia siempre me queda un recurso antes de tener que ir a despatarrarme al Meatpacking District.

El viernes ya estaba de vuelta en mi vida de estrella emergente de Harlem, con agujetas por todas partes y una tonelada de ropa sucia. Al caer la noche, me bajé al Lincoln Laundromat y antes de las doce ya estaba contando ovejas arropado hasta la cabeza.

Un beso

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