lunes, septiembre 15, 2008

mi abuela

Ha sido raro vivir todo esto en la distancia, porque la despedida de un ser querido es un acto colectivo. Para mí, expatriado, una noticia como cualquier otra que se desvaneció en el huracán de acontecimientos de mi cotidianidad, hasta anoche que soñé con ella, con mi abuela, en la casa grande (sí, la que tumbaron mis tíos antes de que la declararan patrimonio, aunque a mí me dijeron que no era algo que uno tenía que ir por ahí repitiendo).

Yo era el nieto favorito porque fui el primero, y el único durante muchos años. Pasamos mucho tiempo juntos: ella me llevó de España a Colombia recién nacido para que mi mamá pudiera terminar sus estudios antes de regresar. Pasé con ella casi todos los fines de semana de mi infancia, entre Jamundí y Pichindé, y cuando nos fuimos a Bogotá venía dos veces al años a pasar temporadas con nosotros.

No era la abuela que tejía bufandas y horneaba pasteles, pero es el mejor aliado que he tenido: incondicional, independientemente de mi posición (y de la de cualquiera) y sólida como una puerta blindada. Nos conocíamos bien.


Hoy, después de tres semanas, he sentido la tristeza de su ausencia por primera vez.

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