Todo ocurrió ayer por la tarde, de un momento a otro.
Habíamos venido a pasar una semana a la Casa del Lomo para celebrar juntos las fiestas Navideñas porque sabemos que en El Lomo es donde mejor nos comunicamos. Miriam quiere tanto esta casa -supongo que yo la querría de la misma manera si hubiera pasado aquí mi infancia, alejado del mundo y protegido por mis abuelos, inmerso en el mundo imaginario de la salita de juegos y correteando por el jardín con los perros- que gracias a ello mi padre y yo le hemos cogido cariño y disfrutamos viniendo aquí.
La casa es grande y tiene pinta de una villa que se asoma al mar. Está rodeada de jardines que antaño estuvieron plantados con distintas variedades de frutas y flores y unos eucaliptos altísimos siguen protegiéndola del viento y aislándola del ruido de la carretera y de las construcciones que se acercan cada vez más a los límites de la finca.
Miriam estaba haciendo cualquier cosa en el jardín y yo probando la receta de una empanada de atún en la cocina cuando llegó mi padre a casa diciendo que se encontraba mareado. Corina es una antigua compañera del colegio de Miriam, hija de los Duques de Mandas, y con quien había reiniciado su amistad hace poco, estaba también con nosotros de vacaciones, leyendo el Guerra y Paz de Tolstoi en ese preciso momento. Yo no le hice mucho caso a papá y le dije que se tumbara un rato, pero Corina sí, y le empezó a preguntar por su paseo diario al borde del mar.
Yo los oía hablar a lo lejos, cómo quien oye llover, pero empecé a percatarme de que mi padre preguntaba varias veces seguidas la misma cosa, ¿qué día es hoy?, ¿cómo llegué yo hasta aquí?, y salí en seguida a ver lo que pasaba. Noté que estaba asustado, cómo si no controlara muy bien la situación, y empecé a hacerle las mismas preguntas que él había estado haciendo a la vez que llamaba a Miriam para ver si a ella le resultaba familiar algo de lo que estaba ocurriendo.
Entre los tres lo llevamos a la habitación y lo acostamos en la cama, y papá no paraba de preguntar qué estaba pasando. Miriam fue a casa de Meca, la mujer del mayordomo, a pedir prestado un aparato para tomarle la tensión, mientras Corina y yo intentábamos que se relajara; ella insistía en traerle Valerianas mientras yo intentaba recordar las tres pruebas de un test que había leído alguna vez para cuando alguien se dá un golpe en la cabeza. La primera es preguntarle a la persona por su nombre, a la cual mi padre respondía correctamente: Fernando. La segunda es ver si puede sonreír, y no le hacía mucha gracia, pero sonreía. Y la tercera seguía sin recordarla cuando llegó Miriam con el tensiómetro.
Le tomamos primero la tensión a papá, y tras ver que la tenía bastante bien, decidimos tomárnosla todos, sin excepción, a manera de dinámica de grupo. Mi padre seguía preguntando cómo había llegado hasta ahí, pero la tensión la tenía bien y ya nos habíamos acostumbrado a las preguntas raras, de manera que era mejor que descansara un rato a ver lo que pasaba. Corina volvió a su lectura, Miriam se metió a la ducha y yo me quedé haciéndole compañía porque mi padre seguía asustado. En realidad todos lo estábamos. No paraba de repetir la mismas preguntas, ¿porqué estás aquí conmigo?, ¿cómo he llegado hasta aquí?, ¿qué día es hoy?, y entonces yo decidí coger el libro de Bruce Chatwin que le había traido a Miriam de regalo y empezar a leer uno de los relatos cortos para distraernos a los dos.
Todo estaba controlado hasta que llegaron Pilar y Alfonso. Con el susto se nos había olvidado a todos la junta con el administrador de la finca esa misma tarde. Fochi venía también con ellos. Les contamos lo de mi padre pero ellos tampoco se alarmaron -supongo que fue la reacción acorde con la tranquilidad aparente que transmitíamos todos aquí- y en seguida llegó el administrador y se sentaron todos en el comedor principal. Lo de la junta era un acontecimiento importante porque al comedor principal no entramos casi nunca, salvo para limpiarlo, como esa mañana , que habíamos estado Miriam y yo preparándolo todo ahí dentro mientras hablábamos de nuestras cosas, o más bien mientras ella preparaba todo y yo le contaba mis planes, o más bien sueños para este año.
Habría pasado media hora cuando entré de nuevo en la habitación. Mi padre estaba sentado en la silla del escritorio, atándose los zapatos y dispuesto a asistir a la junta. Seguía con la mirada rara y con el carácter débil. Su estado no había mejorado, pero era como si nadie pudiéramos o quisiéramos darnos cuenta. Entró al comedor, pidió disculpas y tomó asiento, mientras que Pilar se levantaba, como si fuera un relevo.
Entre Miriam y yo le contamos todo de nuevo a Pilar y ella sugirió llamar al médico. Así lo hicimos, porque, aunque las hermanas mayores no siempre tienen la razón, en esta ocasión eso era lo más sensato. En cuanto Miriam le mencionó al Doctor Soriano la pérdida de memoria de mi padre, él le dijo que lo lleváramos de inmediato a urgencias.
Entonces cundió el pánico. Cogimos los abrigos a toda prisa, interrumpimos la junta y sacamos a papá de ahí. Estábamos corriendo de arriba a abajo gritando e intentando coordinar un plan de evacuación mientras Corina se lavaba el pelo tranquilamente en el cuarto de baño y Alfonso despedía al administrador dando la junta por terminada y procurando que todo pareciera una situación cotidiana. Papá subió al coche y Fochi se ofreció a conducir hasta el hospital. Mientras arrancaban, Miriam a través de la ventanilla me nombró responsable de la intendencia, cargo que me obligaba a permanecer en El Lomo y a hacerme cargo de Corina y Rufo, el Teckel de pelo duro con quien Corina tiene largas conversaciones diurnas y cuya custodia comparten las hermanas Iturralde. Alfonso y Pilar subieron al otro coche y se fueron escoltando al primero.
Corina salió del baño con una pequeña toalla amarilla que apenas le tapaba el torso y los muslos y le dijo a Rufo algo que yo no entendí. Yo para entonces no comprendía nada. Todo había ocurrido de un momento a otro. Me subí en la bicicleta que habían dejado en el jardín -la había dejado Miriam, que estaba dando un paseo alrededor de la charca de agua dulce cuando mi padre llegó diciendo que estaba mareado- y empecé a pedalear. Pensé que si no paraba, mi padre se iba a poner bien y así estuve todo lo que quedaba de tarde, pedaleando alrededor de la charca de la Casa del Lomo.